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Cuento 14: Las Lágrimas de Dios

Acompaña a Khalim en su viaje de redención y descubre el fascinante secreto detrás de "Las Lágrimas de Dios". Un relato donde el amor, la ambición y la naturaleza se entrelazan, mostrando que cada acción tiene consecuencias inimaginables. ¿Te atreverás a desvelar el misterio y cambiar el destino de estas criaturas mágicas?
Ilustración a color de un escorpión dorado.

Las Lágrimas de Dios

Hace tiempo nació un secreto que, por fin, puedo revelarte: muchos siglos atrás, en África, los escorpiones eran muy diferentes a como los conocemos hoy en día. Canturreaban, descansaban junto a las chozas de los humanos y no expulsaban veneno. De hecho, ni siquiera tenían cola y de su dorso emergía una pequeña válvula que producía un fluido dorado. Este recubría a los escorpiones y les daba un aspecto brillante, por lo que fueron bautizados como las Lágrimas de Dios.

Si bien es cierto que trataron de estudiar su ciclo de vida, los humanos jamás habían visto morir a un escorpión. Era como si aquellas criaturas tan doradas como escurridizas, cantarinas y bondadosas, gozaran del don de la inmortalidad. Por esta razón, y por el efecto que causaban cuando paseaban entre la hierba, reflejando tímidos destellos de luz, las Lágrima de Dios fueron consideradas designios de buena suerte a las que brindar el máximo cuidado y veneración. Los adultos oraban junto a ellas, mientras que los niños jugaban con sus tenazas, a lo que los escorpiones respondían con pellizcos llenos de ternura. Sin embargo, en una noche de lluvia otoñal, un joven escriba llamado Khalim lo cambió todo.

Khalim era el muchacho que más admiración sentía por las Lágrimas de Dios. Su timidez e inseguridad le impedían relacionarse bien con otras personas y había volcado toda su bondad en estas criaturas. Tomaba notas de sus movimientos compulsivamente, las acariciaba y las alimentaba siempre que su humilde trabajo lo permitía. Este amor que sentía por los escorpiones solo era comparable con el que Khalim profesaba por Aylea, una joven canastera del poblado vecino.

—Hola… —le dijo con torpeza la tarde en la que la conoció—. Veo que eres muy hábil con el mimbre. ¿Qué estás diseñando?

Con una sonrisa tierna, Aylea le explicó que tejía cestos de mimbre para que los escorpiones se guarecieran de la lluvia o de los días más calurosos.

—Si paseas por el pueblo, verás algunas de las canastas que ya he terminado. Habrá unas veinte, y parece que a los escorpiones les gusta cobijarse dentro de ellas.

En cuanto Khalim supo del trabajo de Aylea, quedó prendado de ella.

—Las Lágrimas de Dios han unido nuestros caminos. Te convertiré en mi esposa… aunque todavía no sé cómo —se dijo el muchacho entre dientes y a una distancia prudencial para que Aylea no pudiera oírlo.

La timidez y falta de habilidades sociales de Khalim hicieron acto de presencia y, en lugar de acercarse a ella y hablarle, comenzó a buscar excusas para visitar el poblado con el objetivo de espiarla. Consciente de las intenciones del muchacho, Aylea fue la que se acercó a Khalim en aquella tarde de otoño.

—Por favor, te ruego que dejes de seguirme. No estoy interesada en ti y me incomodan tus atenciones.

El corazón del joven escriba se partió en dos y, a pesar de medir casi metro ochenta, sintió que Aylea se había convertido en una torre alta e inexpugnable.

—Está bien —respondió en un hilo de voz—. Disculpa si te he ofendido.

Los labios de Khalim temblaron y Aylea sintió compasión por él. Le acarició el hombro y se despidió con amabilidad.

—Se nota que eres buena persona. Tardarás poco en desposarte, seguro. Ahora debo marcharme, espero que la lluvia no entorpezca tu vuelta a casa.

En efecto, la noche estaba a punto de caer y, con ella, la lluvia. No obstante, Khalim se sentía incapaz de moverse. Aylea se alejó, y él se permitió derramar las lágrimas que había contenido hasta ese instante. Cuando terminó de llorar, sus piernas se desbloquearon y se acercó a un grupo de hombres que bebían fuertes brebajes al calor de una hoguera.

—Disculpad, ¿puedo acompañaros?

—¡Claro! Siéntate con nosotros, amigo.

Khalim no estaba acostumbrado al alcohol, y poco tardó en emborracharse.

—Cuéntanos, ¿por qué estás tan triste?

Sabedor de que en el poblado todos se conocían, Khalim evadió la pregunta. En su lugar, sacó el único tema con el que se sentía cómodo: sus hallazgos sobre los escorpiones.

—Hace poco descubrí que las Lágrimas de Dios son capaces de imitar a los humanos. Si pasáis el tiempo suficiente con ellas, veréis que se adaptan a vuestro caminar, que replican cualquier melodía que se les cante e, incluso, que chasquean sus tenazas al ritmo de la canción. ¡Son criaturas increíbles!

Esta y otras anécdotas embelesaron al grupo de hombres, que lo escucharon con atención. Trago a trago cayó la noche y Khalim, bastante ebrio, pensó en volver a su hogar.

—Debo marcharme, pero os agradezco la compañía —tartamudeó—. Mañana volveré y os pagaré por lo que he bebido.

—¡Tranquilo! Estás invitado —respondieron los hombres—. Ven siempre que quieras y cuéntanos más detalles sobre las Lágrimas de Dios. Toma, llévate esa antorcha para que puedas guiarte mejor en tu vuelta a casa.

En cuanto se alejó del grupo, el rechazo de Aylea volvió a la mente de Khalim. Tenía náuseas, todo daba vueltas a su alrededor y fue incapaz de controlar sus emociones.

—¿Por qué no me quieres? —exclamó, con el aliento apestándole a alcohol—. Soy una persona generosa. Atenta, discreta y temerosa de Dios.

Escuchó ruidos en una cabaña cercana, pero hizo caso omiso y prosiguió con su plática.

—Yo solo quiero darte una buena vida. ¡Vamos, Aylea! Merezco una oportunidad.

—¡Oye, cállate ya! —le increpó un vecino—. Es muy tarde y queremos descansar.

Enfadado, Khalim levantó el puño en dirección a la cabaña hecha de paja y barro.

—¡Cállate tú!

La tela que cubría la entrada de la choza se hizo a un lado y, de ella, emergió un hombre corpulento. Era Adheff, líder de los cazadores del poblado.

—Repítelo si te atreves.

Al ver el tamaño de Adheff, el joven escriba recapacitó.

—Este pueblo solo me trae desgracias… Me voy a casa y mañana será otro día.

Malhumorado y taciturno, Khalim se dirigió a las afueras del pueblo. En el cielo arreciaba la tormenta y el viento sopló tan fuerte que una ráfaga de aire apagó su antorcha.

—No veo nada… —se quejó el muchacho—. ¿Qué más me puede pasar hoy?

Al estar sumergido en la total penumbra, Khalim redujo la velocidad. No obstante, su prudencia le duró poco, ya que pisó una piedra y se dobló el tobillo.

—Uf… ¡Cuánto odio este lugar!

En su mente, el rechazo de Aylea, las amenazas del vecino y el dolor del pie se intensificaron por el alcohol. Agobiado, apretó el paso.

—¿Eh? Espera, ¿qué es esto? ¡Ah! ¡Ay!

Por las prisas, Khalim tropezó con una cesta de mimbre y cayó de bruces sobre ella.

¡Crack!

Un rayo se dibujó en el firmamento y el joven escriba supo que algo terrible había sucedido. Dentro de la canasta yacían dos crías de escorpión aplastadas, pues aquella cesta era una de las que Aylea había distribuido por el poblado para ofrecer cobijo a las Lágrimas de Dios.

—Oh, no… ¿Qué he hecho?

Desesperado, Khalim se arrodilló y trató de arreglar la canasta, en un intento vano de reparar el terrible accidente. Empezó a llover, y un buen número de escorpiones se le acercaron.

—¡Piedad! ¡No me hagáis daño! —gimoteó el muchacho.

En lugar de castigarlo, las Lágrimas de Dios entonaron un fúnebre cántico por sus caídos.

—¿Cómo es posible? ¿No estáis enfadadas conmigo?

Los escorpiones siguieron con su canto y Khalim se sintió vacío.

—¿Acaso mis acciones no van a tener consecuencias?

De pronto, y como improvisada respuesta a su pregunta, de la tierra emergió una horda de insectos. De diversos tamaños y colores, se lanzaron contra las difuntas crías de escorpión con la intención de devorarlas. Su sangre dorada les resultaba tan deliciosa que, en menos de un minuto, ya habían dado cuenta de una de ellas.

—¿Eh? ¿Qué hacéis? ¡Fuera! ¡Fuera! —exclamó el joven escriba mientras espantaba a los insectos.

Puesto que había reaccionado tarde, Khalim solo pudo salvar el cuerpo de la segunda cría de escorpión. La tomó entre sus manos y, al entrar en contacto con su sangre dorada, sintió que su pecho se expandía en todas direcciones. Se notó abundante, poderoso, y su habitual timidez mutó en una actitud soberbia.

—Así que por eso nunca hallamos vuestros cadáveres, ¿eh? —susurró, satisfecho y con el pulso acelerado—. Debéis resultar muy sabrosos para estas alimañas, que no se dejan ni las tenazas. ¡Este descubrimiento será muy útil para mi futuro!

Recuperó la calma y volvió a pensar en Aylea.

—Espera. ¿Y si esta fuera mi oportunidad para conquistarla?

El ansia que lo embargaba le sugirió que volviera tras sus pasos y despertara a la muchacha.

—Es demasiado precipitado y no quiero que me vea borracho —meditó en tanto que se mordía las uñas—. Volveré mañana y hablaré con ella.

Decidido, ocultó el cuerpecito aplastado de la cría de escorpión bajo su túnica y huyó del poblado dejando atrás al resto de Lágrima de Dios, que no comprendían las acciones de Khalim, un humano que, durante tantos años, les había profesado un amor incondicional.

* * *

Al día siguiente, Khalim tardó en despertarse y lo hizo con un terrible dolor de cabeza. Para combatirlo, usó la sangre del escorpión y su jaqueca se debilitó tanto como se fortaleció su autoestima. Entonces, volvió al pueblo a paso ligero y le contó sus descubrimientos a Aylea con un deje de prepotencia en la voz.

—Aléjate de mí —exclamó ella, aterrada—, ¡has cometido un terrible sacrilegio!

—No es cierto, Aylea. ¡Escúchame! Nadie conoce el poder de su sangre, y usarlo puede ayudarnos a tener una buena vida juntos.

Incapaz de mirar a Khalim, la joven se desplazaba sin rumbo por la choza.

—La naturaleza evita revelarnos sus secretos para proteger sus propios ciclos, ¿lo entiendes? ¡Para que no los alteremos! Has de olvidar todo esto, Khalim. Sigue protegiendo a las Lágrimas de Dios. ¡Ahora, con más motivo que nunca!

Al escuchar la conversación, muchos escorpiones se acercaron a la choza de Aylea. Sentían una gran decepción, pero eran criaturas pacíficas y no tuvieron la necesidad de intervenir.

—Como escriba, debo explicar su ciclo vital, ¿lo entiendes? Y si lo hago, alguien aprovechará esta información antes que nosotros. ¡Tenemos que sacarle partido!

—Haz lo que quieras, pero esto no lo quiero para mí.

Si Khalim no hubiera estado bajo la influencia de la sangre del escorpión, el muchacho habría recapacitado y se habría marchado de la cabaña. No obstante, sintió un impulso violento y dio una palmada que asustó a su interlocutora.

—Vamos, Aylea, ¿quieres seguir fabricando cestas toda tu vida? —inquirió él con agresividad—. Te dan poco dinero y son demasiado frágiles. Por culpa de una de ellas me metí en esta situación.

—¿Cómo que por culpa de una de mis cestas? —gritó Aylea, enfadada.

—Yo solo quiero ayudarte, y sé que hasta que no lo pruebes, no me vas a creer.

Con ademanes bruscos, Khalim se adelantó y manchó sus dedos con sangre dorada.

—Para, ¡qué haces!

—Tienes que sentirlo… ¡Es importante!

Forcejearon y causaron un gran estruendo al romper algunas vasijas de cerámica que Aylea conservaba de sus ancestros.

—Déjame, ¡déjame! —gritaba ella—. ¡Basta!

A pesar de que Aylea opuso resistencia, Khalim hizo uso de su mayor fuerza y logró impregnar el brazo de la joven con la sangre del escorpión.

—¡Agh! ¡Quítamela!

Al ver que su atacante no estaba por la labor, Aylea quiso limpiarse hasta que notó un escalofrío.

—¿Qué es esto? ¿Qué me ocurre?

La muchacha experimentó el trance. Sin embargo, y a diferencia de su pretendiente, Aylea no deseó abundancia, seguridad o poder. Se sintió ligera, libre y con las energías suficientes como para empezar de cero fuera de un poblado que nada le aportaba desde hacía tiempo.

—Esto no está bien, Khalim. Yo no soy nadie para cambiar mi destino de este modo —dijo con lágrimas en los ojos—. Límpiame, por favor. Seguiré con mis cestas y llevaré una vida tranquila lejos de ti.

Al escuchar aquellas palabras, el efecto de la sangre dorada se desvaneció en Khalim.

—Oh, no… ¿Qué hecho? Tienes… Tienes razón.

Abatido y avergonzado, el joven escriba le trató de retirar la sangre del escorpión con su túnica. Mientras, más y más Lágrimas de Dios se apelotonaron alrededor de la choza. El devenir de la situación parecía haberlas apaciguado.

—¡Eh! ¿Qué ocurre aquí?

Dado que la casa resplandecía con el brillo de los centenares de escorpiones que se acumulaban alrededor, algunos vecinos se acercaron.

—¿Qué tiene el chico entre las manos? —exclamaron al ver la cría de escorpión muerta que sostenía Khalim.

—¡No puede ser! ¡Y mirad a Alyea! Ha manchado su brazo con las Lágrimas de Dios.

—¡Sacrilegio!

Los vecinos se lanzaron sobre Khalim y Aylea. Tras maniatarlos, los llevaron al centro del poblado para comenzar el interrogatorio.

—Habla, chico. No nos hagas sacártelo a golpes.

Viéndose atrapado y sin opciones, Khalim desveló cuanto sabía. El ciclo de los escorpiones, las propiedades de su sangre… Por su parte, las Lágrimas de Dios se habían agrupado en el lugar y asistieron a la confesión en grave silencio.

—Si tenéis que castigar a alguien, es a mí. Ella no ha hecho más que escuchar mis palabras —suplicó, mirando a Aylea—. Por favor, liberadla.

Los vecinos apenas oyeron las palabras de Khalim; la información que les había contado aún resonaba en sus tímpanos. Pese a que algunos sentían pena por lo sucedido, la mayoría se frotaba las manos con avaricia y dirigía miradas asesinas a las Lágrimas de Dios.

—¡Compañeros! Tenemos que comprobar si es cierto lo que dice.

Adheff, el jefe cazador del poblado, se acercó a un escorpión y lo cogió con violencia. El resto de arácnidos comenzaron a temblar, embargados por una sensación que nunca antes habían experimentado: el miedo.

¡Chof! Adheff estrujó el cuerpo del escorpión y la sangre se derramó sobre él. También salpicó a varias personas más.

—Es… increíble. ¡Tenéis que probarlo!

Otros humanos trataron de capturar a los escorpiones, pero estos, ayudados por algunos miembros del poblado que simpatizaban con ellos, ofrecieron resistencia. Intentaron esconderse, atacaron con sus pinzas… No obstante, su color dorado los delató enseguida y sus tenazas apenas causaban daño alguno en sus captores, por lo que fueron cazados sin esfuerzo. En cuanto a los humanos que defendieron a las Lágrimas de Dios, Adheff y los suyos también los ejecutaron.

—¡Esto no está bien! ¡Dejadlos! —gritó Khalim, desolado. A su lado, Aylea cerró los ojos para no ser testigo de la barbarie.

* * *

Al atardecer de ese mismo día, casi cien escorpiones habían sido asesinados, drenados y convertidos en materiales para collares, ungüentos y otros artículos decorativos.

—Malditos… ¡Vais a extinguir a las Lágrimas de Dios! —protestó Khalim a voz en grito.

De pronto, el suelo comenzó a temblar y el viento sopló tan fuerte que tumbó varias cabañas. Asustados, los lugareños corrieron despavoridos y dejaron a Khalim y a Aylea a la intemperie. Parecía que la Madre Naturaleza tenía algo que decir sobre la desaparición de los escorpiones: no estaba dispuesta a perder a unos hijos tan bondadosos y bellos. Consciente de que los humanos habían cometido un terrible error, pero también de que las propiedades de los escorpiones resultaban demasiado golosas para unas almas tan corruptibles, puso en marcha un plan. Tras el terremoto y el vendaval, reunió la energía de los astros y de los cinco elementos y desató lluvias torrenciales que duraron siete días. En ese tiempo en el que los humanos estuvieron guarecidos en sus cabañas, la Naturaleza puso atención para ver si su codicia se taimaba. No fue así, y las gentes del poblado pasaron sus jornadas bebiendo sangre de escorpión y urdiendo estrategias para sacar más provecho de ella. Por tanto, la Naturaleza conjuró la tierra y, de ella, brotaron unas hierbas brillantes que, al ser ingeridas por los escorpiones, les causaron diversas modificaciones en su aspecto. Por un lado, el oro que fabricaban se convirtió en un letal veneno. Por otro lado, sus cuerpos se fortalecieron con un negro caparazón y de él emergió la cola en forma de aguijón que a día de hoy los caracteriza.

Esta vez con más recursos para el combate, y durante la última noche de tormenta, los escorpiones visitaron el poblado y ejecutaron una silenciosa restitución del equilibrio natural. Casa por casa, entraron y picotearon a todos aquellos que habían asesinado a sus hermanos. Después, se dirigieron a la choza en la que Khalim y Aylea seguían presos para hablar con el joven escriba. Ambos dormían, y las Lágrimas de Dios decidieron usar sus tenazas para pellizcarlos y que despertaran.

—¿Eh? ¿Qué ocurre? ¡Oh, no!

Cuando abrieron los ojos, ambos jóvenes sintieron un gran pesar al ver en lo que se habían convertido los escorpiones. Criaturas sombrías, sin capacidad para cantar y con el poder de asesinar al más poderoso de los guerreros.

—Todo es culpa mía —gimió Khalim—. De mi ambición. Lo siento.

Los escorpiones permanecieron en silencio, y el muchacho comprendió que su arrepentimiento, aunque era honesto, no les bastaba.

—Decidme, ¿cómo puedo ayudaros? ¿Cómo puedo enmendar mi error?

A su lado, Aylea sacudió la cabeza.

—Khalim, creo que no estás en disposición de pedirles nada.

—Lo sé, ¡pero no entiendo qué quieren de mí! ¿Es mi cuerpo? ¿Mi alma? Porque no puedo volver atrás en el tiempo y cambiar lo sucedido.

Aylea suspiró y los escorpiones chasquearon sus tenazas en señal de impaciencia.

—Puedo… puedo… ¡Ser vuestro esclavo! ¿Es eso?

Los chasquidos incrementaron de intensidad.

—¿Tampoco?

—Vamos, Khalim…

El muchacho temblaba de los nervios.

—Si tuviera unas gotas de vuestra sangre, ¡algo se me ocurriría! —sentenció, abatido—. Pero ahora no… no puedo.

Aylea lo miró con seriedad.

—Tú nunca has necesitado de ella para relacionarte con las Lágrimas de Dios. ¡Piensa!

La observación de la joven caló en el muchacho. Recordó tiempos mejores, cuando pasaba el día junto a los escorpiones, entonando canciones y escribiendo sobre ellos.

—Espera, espera. ¡Claro! ¡Mis notas! ¿Y si las uso para ayudar a que otros humanos aprendan a respetaros? Que sepan de vuestra bondad para que os honren y aprecien por lo que verdaderamente sois.

Al escuchar aquella propuesta, uno de los escorpiones trepó por el cuerpo de Khalim hasta posarse en su regazo. Allí extendió sus tenazas y le dedicó una reverencia. El muchacho inclinó su cabeza en señal de respeto y gratitud. Entonces, otras Lágrimas de Dios rompieron las ataduras tanto de Khalim como de Aylea y los liberaron.

—Gracias. ¡No os arrepentiréis!

Ambos jóvenes se arrodillaron y ofrecieron sus respetos a los escorpiones y estos, satisfechos, abandonaron la cabaña poco a poco. Después, se perdieron en la oscuridad de la noche. Al quedar solos, Khalim dedicó una mirada a Aylea y esta se la devolvió con intensidad.

—Sé lo que me vas a pedir. Pero este camino has de recorrerlo tú solo.

El muchacho sonrió.

—Bueno, había que intentarlo, ¿verdad?

Aylea le devolvió una expresión amable y comprensiva. Notó que Khalim tenía miedo, aunque también ganas de iniciar su nueva etapa de vida.

—Y tú ¿qué harás?

Ella se tomó un instante para meditarlo.

—Lo primero, marcharme de aquí. Pero creo que seguiré con el mimbre.

—Me parece una buena decisión. Posees gran destreza y talento.

Se despidieron con un abrazo y nunca más volvieron a verse. Sobre Aylea, su rastro se pierde como arena en el desierto. En cuanto a Khalim, de él sí poseo más información que contarte. Regresó a su poblado para recopilar las notas sobre los escorpiones que había redactado hasta ese momento. Luego, empezó una vida itinerante. Viajaba con lo puesto, de lugar en lugar, narrando su experiencia de vida para que nadie cometiera sus mismos errores. A veces lograba inspirar a su público y otras veces era acusado de hereje, pero su voz nunca se apagó. Con los años, su timidez y falta de habilidades sociales desaparecieron, pues logró convertir aquellas debilidades en fortalezas que le permitían transmitir su historia con honestidad a las gentes que la escuchaban.

Incluso, en ocasiones visitó el nuevo hogar de los escorpiones. Estos se habían exiliado al desierto y siempre lo recibieron con alegría, pues él aprovechaba para contarles cómo evolucionaba la vida en los poblados y leerles en voz alta el manuscrito que estaba redactando sobre su historia.

Desgraciadamente, y tras la muerte de Khalim a los ochenta años, sus notas se perdieron y su nombre casi fue olvidado. Sin embargo, gracias a ciertas crónicas de la época, por fin hemos recuperado el manuscrito. Está redactado con tanto amor que no parece un tratado sobre los escorpiones y su historia, sino un canto a la vida y a la redención. De hecho, hoy sabemos que las Lágrimas de Dios continúan esperando a que alguien las valore por ser más que un peligroso armazón envenenado. Algunos se han rendido, pero otros no han perdido la esperanza de que, en pocas lunas, alguien quiera devolverles su honra perdida.

 

¿Quizá serás tú, ahora que conoces el secreto?

 

¡FIN!