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Cuento 8: El blues de Ulises

Dicen que la vida es como una canción y que, a veces, su melodía suena tan fuerte o tan débil que hace que nos perdamos dentro de ella...
Pista del cuento «El blues de Ulises».

El blues de Ulises

1: POSEIDÓN ROCK BAR

Era un domingo de octubre, temprano. Las calles de Valencia, una mezcla de edificios modernos con espacios históricos y serpenteantes, amanecían tranquilas. No había tráfico ni peatones, y las palomas campaban a sus anchas por el asfalto de las avenidas.

Ulises giró una esquina corriendo a gran velocidad. Asustadas, las aves levantaron el vuelo, mientras el pequeño miraba a sus lados y hacia atrás. Parecía que alguien lo estaba persiguiendo… o que buscaba algo. A cada paso del niño, los náuticos se le desataban poco a poco, pero a él no le importaba. Entre los dedos, la leontina de un reloj de bolsillo pendía de su puño cerrado.

Tras quince minutos sin parar de correr, Ulises oyó el sonido de una persiana que se levantaba y, esperanzado, avanzó en esa dirección.

Del interior del comercio, un joven tatuado salió a la calle. Llevaba una mochila, auriculares inalámbricos y una bici.

—¡Eh! ¡Aquí! —exclamó el pequeño—. ¡Hola!

El joven no escuchó la llamada. Entrecerró la persiana y pedaleó en dirección opuesta a la de Ulises.

—¡No! Por favor, ¡espera!

La bicicleta se alejó, y el niño aminoró el paso, quedando solo y triste frente al local. Extenuado, abrió la palma de la mano y examinó su reloj de bolsillo. Era muy antiguo, y por las inscripciones que tenía, parecía hecho en Francia. Marcaba las 6.05. En ese momento eran las siete y media, por lo que hacía un rato que había dejado de funcionar.

¡Un! ¡Dos! Un, dos, tres y ¡YAAAAAHHHH!

Dentro del local, sonaron las primeras notas de una canción rock. Aunque amortiguado por la distancia, el crudo riff de guitarra, unido al agudo grito de la cantante, fortaleció el corazón del niño. Decidido, se agachó y metió la cabeza por debajo de la persiana, tratando de averiguar la procedencia de la música. Halló pocas pistas, ya que el lugar estaba oscuro y solo distinguió un largo pasillo que se perdía en las sombras.

La ansiedad volvió a Ulises, que pensaba en colarse por el hueco, pero no sabía quién podría haber allí dentro. Como las dudas y la prudencia le impedían avanzar, sacó la cabeza del agujero y levantó la vista hacia el rótulo promocional que presidía la fachada.

—Po… sei… dón. Rock… Bar. ¡Poseidón Rock Bar!

El niño leyó con dificultad, pues tenía siete años recién cumplidos y se había olvidado las gafas.

No temas nada,

no vas a fallar.

Suena el disparo

después de apunta-a-ar.

La canción seguía sonando, y la cantante recitó los primeros versos con potencia.

Ven sin miedo,

seguimos aquí,

quemando rueda

por este país.

Uooh, ¡sí!

Ulises jamás había escuchado nada parecido.

Tu – ¡pah! Tutu – ¡pah!

La amable estridencia de la melodía, a ritmo de bombo, caja y platillo, caló en el pequeño. Pensó que la gente del Poseidón tenía buen gusto musical, y que, al conocerlos, podría romper el hielo hablando con ellos sobre la canción. Y luego… Sí. Luego, le ayudarían con su reloj. Estaba seguro. Sin más dilación, Ulises agachó la cabeza de nuevo y entró en el Poseidón Rock Bar.

2: JOTA DE JOTA

Con pasitos cortos y precavidos, Ulises recorrió el profundo pasillo, que estaba iluminado por una tenue bombilla azul. Al fondo, descubrió unas puertas de metal grueso, las cuales daban al espacio principal. Ulises se dirigió hacia ellas, aunque tropezó con unas botellas de cerveza. Estas, junto con los restos de confeti, vasos y colillas que había esparcidos por el suelo, evidenciaban que, esa noche, una gran fiesta se había celebrado en el Poseidón Rock Bar.

La canción seguía sonando y Ulises empujó con fuerza las puertas del bar. Conforme se abrieron, el niño lanzó una tímida exclamación. Tenía frente a él una amplia sala de conciertos. El escenario, ahora apagado y vacío, ocupaba el fondo del espacio. A su izquierda se levantaba una larga barra, y a su derecha descansaban algunas mesas colocadas junto a un futbolín y una diana. Los baños y la zona del pinchadiscos estaban en la parte opuesta de la tarima, cerca de Ulises. Alrededor de la sala, innumerables pósteres de bandas roqueras empapelaban las paredes. En general, la sala de conciertos estaba todavía más sucia que la entrada, aunque Ulises no reparó en este detalle. Se encontraba absorto, mirando la vieja guitarra acústica que había colgada detrás de la barra.

¡PAM!

Se oyó un portazo y una mujer de unos cuarenta años salió del lavabo. Tarareaba la canción a la vez que se ajustaba unos pantalones negros. Llevaba un top oscuro, el cual desvelaba una complexión fuerte y dos tatuajes en su brazo derecho.

¡No hay derrota!

La mujer gritó puño en alto, ajena a la presencia de Ulises. La canción estaba llegando al final de su último estribillo, y el niño aprovechó la bajada de volumen para presentarse.

—Hola…

Sobresaltada, la mujer dirigió la vista hacia Ulises.

—¡Uy!

En los altavoces, una canción de tempo medio rellenó el silencio. Entretanto, ella bajó el puño y sacó un vapeador.

—Hola… —dijo, dando una calada al cigarrillo electrónico.

—Hola —contestó Ulises, que se rascó su cabello rubio y cortado estilo casco.

La mujer miró hacia el pasillo.

—¿Estás solo? ¿Te has perdido?

—Ah… sí. Y no.

—¿Cómo?

—O sea, que sí que estoy solo. Y que no, no me he perdido.

—Okey —respondió ella, expulsando el humo por la boca—. Eso está bien.

Sin perderlo de vista, la mujer subió a la cabina del pinchadiscos y apagó la música. Volvió enseguida y retomó la conversación.

—Bueno, pues tú dirás.

Ulises tragó saliva y le enseñó su reloj.

—Ya no hace tictac.

La brillante pieza llamó la atención de la mujer.

—¿No? A ver, déjamelo.

Cuando extendió la mano para coger el reloj del niño, el rostro de Ulises se tornó pálido.

—No… ¡no! —gimoteó mientras cerraba los dedos alrededor de la esfera.

—Pero trae, que te lo intento arreglar —insistió ella con su voz grave.

Bloqueado, Ulises se giró con brusquedad, dándole la espalda a su interlocutora.

—A ver, ¿no me acabas de decir que ya no hace tictac?

El niño no se movió de su posición, y ella se llevó las manos a la cabeza perdiendo los dedos entre los rizos de su cabello.

—Tantos meses sin abrir y ahora, lo que me faltaba —se dijo entre bostezos—. Un crío rarito.

—Abuelo… abuelo…

Ulises gimoteaba apretando el reloj contra su corazón.

—Chaval, ¿estás bien?

Al ver que el pequeño no reaccionaba, la mujer decidió captar su atención de otra manera. Más calmada, se agachó y se colocó a la altura del pequeño.

—Mmm…, mira, hablando de relojes y tal. ¿Tú sabías que el primer astronauta que pisó la luna llevaba un reloj de pulsera?

Aún de espaldas, el niño giró la cabeza un poco.

—Era uno como este.

La mujer se acercó a una de las paredes y arrancó un póster. En él se veía a una chica joven, micrófono en mano, tocando con su banda. Antes de mostrárselo, y con disimulo, tapó la cara de la cantante y caminó hacia el pequeño. Mientras, Ulises comenzó a darse la vuelta para observar la muñeca de la artista, en la que portaba un Omega Speedmaster.

—Imagínate. Los astronautas no tenían ni idea de la hora que era allí arriba. Con este reloj podían controlar el tiempo de la Tierra y sentirse más cerca de sus familias, aunque estuvieran a cientos de miles de kilómetros. Qué pasada, ¿no?

Ulises alucinó. En la esfera del Omega, vio reflejada la luna por un instante. Incluso, imaginó a la banda tocando la canción que lo había conducido allí dentro.

¡No hay derrota!

—Venga, déjame que le eche un ojo —insistió ella, fingiendo una sonrisa.

—Espera. Y, ¿qué más?

La pregunta pilló a la mujer por sorpresa. Bajó el póster y se incorporó, entre titubeos.

—¿Quieres… o sea… que hablemos del reloj?

—Sí. Cuéntame algo más sobre él.

—Pues a ver, no sé. Es de una marca súper conocida. Como el que lleva James Bond en algunas de sus películas.

—¿James quién?

—¿En serio? ¿No te suena? —respondió la mujer antes de cantar el tema principal de la saga—. Tata, tataaaaa.

Ulises negó con la cabeza.

—Pues deberías, ¡es un clásico!

—Para mí, un clásico es Bob Esponja.

—¿Quién?

El pequeño canturreó la sintonía del programa, y la mujer arrugó el cartel volviendo a sacar su lado más agrio.

—Tienes un gran gusto musical –sentenció con ironía, a la vez que dejaba caer el póster al suelo.

Disgustado, Ulises la increpó.

—La basura se tira a la papelera.

Con las reservas de paciencia en números rojos, la mujer pateó el cartel y, aprovechando un despiste del pequeño, le quitó el reloj de las manos.

—¡Venga, dame! —agregó, mientras caminaba hacia la barra.

El niño tardó un segundo en reaccionar, pero enseguida corrió detrás de ella.

—Espera, ¡espera! ¿Seguro que sabes cómo va?

—Que sííí. Mira, ese me ha tocado arreglarlo más de una vez, ¡y ahí sigue marcando la hora! —contestó ella señalando hacia un reloj de pared que había detrás de la barra, junto a la vieja guitarra acústica.

Ulises aminoró la marcha y observó el reloj de pared. En él, todas las manecillas estaban paradas, incluida la del segundero. De pronto, se escuchó el saltar de un muelle y el miedo se apoderó del chaval, que salió escopeteado para detener a la mujer antes de que también estropeara su reloj.

—¡¡Para!! —gritó el niño, abalanzándose contra ella.

Conforme Ulises le quitó el reloj, volcó dos vasos de cristal que había sobre la barra, haciendo que cayeran al suelo y se hicieran añicos.

—Oye, ¡¿a ti qué te pasa?! —vociferó la mujer.

El pequeño estaba fuera de sí. Acariciaba su reloj de forma compulsiva.

—Abuelo… abuelo…

En cuanto a ella, la falta de sueño la mantenía desorientada y molesta.

—Pero nene, vamos a ver… —comenzó a decir en su duro tono—. Buff… Espera. No.

Calló por un instante y se dio cuenta de que tenía delante a un niño de siete años, no a un parroquiano del Poseidón Rock Bar. Desempolvó el poco instinto maternal que le quedaba y endulzó sus formas.

—Vale, perdona por los gritos.

—Está bien… —contestó él, compungido.

—Empecemos de nuevo, ¿te parece? Venga, dime cómo te llamas.

—Uli.

—¿Uli?

—Uli de Ulises.

—Aahhh —dijo ella, guiñándole un ojo—. Muy apropiado que hayas venido por aquí.

El pequeño no entendió la referencia.

—Y tú, ¿cómo te llamas? —preguntó.

—¿Yo? Jota.

—¿Jota de qué?

La mujer sonrió, misteriosa.

—Jota de Jota.

El chiquillo rio con timidez.

—Oye, Uli, ahora en serio, ¿y tus padres? ¿Tengo que llamar a alguien para que te recoja?

El rostro del niño cambió a una expresión afligida, pero justo cuando iba a contestar, se escucharon voces en la entrada.

—Hey, que esto está abierto, ¿la última y a casa?

—La última, ¡y la penúltima!

Temerosa de que alguien la viera con un niño allí dentro, Jota corrió hacia la puerta.

—Espérate, que hoy acabo en la trena. ¡No te muevas de ahí!

Dicho esto, la mujer desapareció por el pasillo de entrada, dejando al pequeño junto a la barra.

3: COMPARTIENDO CICATRICES

Con el Poseidón Rock Bar desierto, Ulises se sintió su dueño por un momento y se relajó. Luego, reparó en que tenía los cordones de los náuticos desatados. Una vez anudados, se abanicó el rostro con la mano y se sentó en uno de los taburetes pegados a la barra. A lo largo de esta, había varios cubatas aguados y a medio terminar. Atraído por sus colores, el niño se relamió los labios resecos y decidió probar uno de ellos. Estiró la mano y eligió la única copa que tenía marcas de pintalabios en el borde. Se cercioró de que Jota no viniera y, entonces, le dio un buen sorbo. El primer contacto con el brebaje pareció gustarle, aunque el sabor a alcohol pronto invadió su paladar.

—Aghh… cooff… coff…

—Vaya, vaya. No se te puede dejar solo, chavalín —escuchó a sus espaldas.

Jota entró en la barra y se colocó frente al niño, que seguía congestionado.

—Toma un zumo, anda. Aún es pronto para ir bebiendo de lo primero que pillas por ahí.

Uli estaba rojo y lagrimeaba.

—Yo… tenía sed… —se excusó mientras aceptaba la bebida.

—Pues ¡haber esperado a que volviera! Y ahora, ¿te importa darme el reloj?

—¿Pero sabes cómo va? —dudó el niño, señalando el reloj de pared—. El que arreglaste no funciona muy bien.

—Vale. Pues nada, encantada de conocerte, Uli. Cierra la puerta al salir.

Dicho esto, Jota se dispuso a salir de la barra, pero el chiquillo recapacitó.

—¡No! Espera.

La mujer se detuvo y sonrió con amabilidad, mientras Uli estiraba su bracito para entregárselo.

—Pero cuídamelo, porfa.

—Claro —replicó ella, con dulzura.

Jota observó el objeto con delicadeza, sacó su teléfono móvil y buscó fotografías de relojes antiguos hasta que reconoció un mecanismo similar en una de las imágenes: era un reloj de rueda catalina. Enfrente, Uli no la perdía de vista, a la vez que destapaba el frasco de zumo.

—Okey, vamos allá.

Jota escribió en el buscador: «reloj / rueda catalina / arreglar».

—Vale… todo claro.

Distraída, la mujer se puso el vapeador en la boca, haciendo que Uli fingiera una exagerada tos que llamó su atención.

—¿Qué pasa?

—Si yo no puedo beber, tú no puedes fumar.

—Pero que no estoy fumando, es un vap…

—Cofff… cofff….

Ulises volvió a toser y Jota guardó el cigarrillo electrónico.

—Encima… Bueno, al tema —gruñó, volviendo al teléfono.

El niño se fijó en que Jota movía los labios mientras leía. Su abuelo también hacía lo mismo. El recuerdo le causó dolor e, intentando recuperar las fuerzas, tarareó la melodía guitarrera que había escuchado al entrar en el Poseidón Rock Bar. Jota se dio cuenta y, a modo de acompañamiento, susurró:

Ven sin miedo,

seguimos aquí,

quemando rueda

por este país.

Uooh, ¡sí!

El niño se animó y recobró las ganas de hablar. Miró hacia el escenario y preguntó:

—¿Qué música ponéis aquí?

Jota respondió sin levantar la vista del teléfono.

—Pues mucho punk, rock… Garage…

—¿Garaje? ¿Como donde guardas el coche?

—Claro, ahí es donde tocan las bandas garageras de toda la vida.

Uli se encogió de hombros.

—Ahm…

—Y tú, ¿qué escuchas?

—No sé. Pop, reguetón…

Jota puso cara de asco.

—¿Qué pasa? —replicó Uli, ofendido.

Con parsimonia, Jota cogió una lata de cerveza de la nevera, la abrió, se la bebió de un trago, y…

¡BUURRRP!

—¡Esto suena mejor que el ruidotón!

—¡Eeeeh! ¡Maleducada! —gritó Uli, ruborizado.

Cuando las carcajadas de ambos cesaron, el niño volvió a su timidez habitual.

—Entonces, ¿puedes arreglarlo?

La mujer guardó su teléfono y miró a los ojos del chiquillo.

—Sí. Puede ser una cuestión de los aceites que engrasan el mecanismo. Se habrán secado.

El rostro del niño se iluminó, aunque ella respondió con cautela.

—Uli, escúchame. Voy a ayudarte, pero es que ¡ni siquiera sé de dónde has salido! Podré trabajar mejor si me cuentas qué te ha pasado.

—¿No puedes arreglármelo y ya está?

—Creo que eso no te servirá de nada.

—Y, ¿por qué no?

—Porque se ve claramente que a ti te pasa algo —sentenció Jota, dejando el reloj sobre la barra—. Algo relacionado con tu abuelo, ¿verdad? ¿El reloj es suyo?

Alborotado, el niño se levantó de la silla y se apropió del objeto.

—¡Cállate!

—Ya… —respondió ella, tranquila—. Pues, sea lo que sea que ha ocurrido con tu abuelo, que sepas que te envidio un poco.

—¿Qué dices? ¿Por qué?

—Yo no conocí al mío.

—Pero se va a marchar y yo ¡no quiero! —dijo Uli, golpeando la barra—. ¡Arréglamelo! Le queda muy poco tiempo…

Suplicante, Uli levantó el reloj a la altura del rostro de Jota. Por su parte, ella quedó pensativa, miró hacia la vieja guitarra acústica y esbozó una mueca de disgusto.

—¡Va!

—¿Así es como piensas que vas a ayudar a tu abuelo?

—¡Pues claro!

—Pues, perdona que te diga, pero no tienes ni idea.

—La que no tiene ni idea eres tú.

Jota negó con la cabeza y se acercó a la vieja guitarra.

—Ahora, ¿qué haces? —gritó el niño, con insolencia—. Jota de Jota.

Calmada, Jota cogió el instrumento, salió de la barra y se sentó en el taburete más próximo al de Uli.

—¡Que no hay tiempo! ¡Arréglamelo de una vez!

La guitarra sonaba desafinada, así que Jota se centró en ajustar las cuerdas. Uli tenía sus ojos clavados en ella, no se perdía ni uno solo de sus movimientos. Por este motivo, se dio cuenta de que la mujer hacía muecas al rotar las clavijas del instrumento, y entonces reparó en que tenía una cicatriz en el dorso de su mano izquierda.

—¿Qué te ha pasado en la mano?

Jota obvió el comentario y continuó afinando. Primero, el Mi grave, luego el La, después el Re…

—Jota, dime…

Sol… Si…

—¿Te duele mucho?

El Mi agudo…

—¡Jota!

—Niño, ¡calla un poco!

La riña de Jota tuvo efecto en el chaval, que enmudeció de inmediato. Una vez afinada la guitarra, la mujer se acomodó y recuperó las formas.

—Ahora que no nos oye nadie, Uli, te voy a contar un secreto.

—¿Es lo de tu mano?

—Deja mi mano tranquila, ¡hombre! Anda, ven conmigo.

Jota se levantó y caminó hacia el escenario seguida de Ulises. Una vez arriba, sacó un cajón largo y lo ubicó en el centro del espacio.

—Ven, siéntate aquí. Ahora vuelvo.

El niño continuó con su actitud obediente, y ella desapareció entre las cortinas que daban al backstage.

4: EL ABRAZO DE LA MÚSICA

Uli nunca había estado sobre un escenario, y el momento se le hizo dulce. Solo le faltaba una corona para sentirse el amo absoluto del Poseidón Rock Bar. Mientras, entre bastidores, Jota probaba varias combinaciones de botones.

—A ver… este, no. Este… ¡Este sí! Aaaahora.

Súbitamente, las luces del bar se apagaron y sobresaltaron al pequeño Uli. Entonces, un foco direccional se encendió iluminando el cajón sobre el que estaba sentado. El potente haz cegó tanto al niño que se tuvo que cubrir los ojos, y así quedó por un instante.

Fzzzzsssst… Una máquina de humo empezó a funcionar, y Jota salió de entre las cortinas caminando lentamente a través de la niebla, igual que una verdadera estrella del rock ‘n’ roll. Al notar los pasos crujiendo sobre la madera de la tarima, Ulises retiró las manos de su rostro y la observó embelesado.

—¿Sabes, Ulises? Para mí, la música es como una buena amiga: nunca miente y nunca se enfada —afirmó Jota con un tono dulce pero contundente—. La música tiene tooooda la paciencia del mundo, y a cambio, solo nos pide que la escuchemos.

Jota se sentó al lado de Uli.

—¿Te parece si le preguntamos por tu abuelo?

El pequeño dudó, pues el recuerdo del anciano seguía doliéndole.

—Tranquilo, no hay prisa. La música no se va a marchar, y yo tampoco —dijo ella ajustándose la guitarra.

El labio inferior de Uli temblaba, y Jota se fijó en que el cuello del niño estaba agarrotado.

—Ulises…

El pequeño no contestaba, pero ella insistió, acariciando su pelo.

—Uli. Háblame.

Con dificultad, y aún cabizbajo, el chiquillo consiguió articular:

—Hola. Jota.

La mujer sonrió, animada.

—¡Eso es! Hola de nuevo, Uli. Venga, ¿empezamos?

—… Supongo.

—¡Perfecto! Pues mira, yo estoy segura de que podrías contarme historias muy felices sobre tu abuelo, ¿verdad?

—Sí…

—Pues en la guitarra, esa alegría de tus historias, esa fuerza, se transmite con acordes mayores.

Justo cuando Jota se disponía a rasgar las cuerdas con su púa, el niño la interrumpió.

—Espera. ¿Qué es un acorde?

—Varias notas que suenan a la vez. Hay de muchos tipos diferentes. Por ejemplo, vamos a empezar con este, a ver qué sentimiento te sugiere.

Jota tocó el acorde Sol mayor. El niño cerró los párpados, y las notas lo transportaron a un recuerdo de intensos colores cálidos. En un parque de frondosos árboles, Ulises paseaba cogido de la mano de su abuelo.

—No abras los ojos todavía… y dime, ¿qué te transmite este sonido? —preguntó Jota volviendo a tocar el acorde.

—No sé… Es como la primavera…

—¡Exacto! O como el verano… —agregó la mujer con entusiasmo, tocando esta vez un Re mayor—. ¿Te gusta cómo suena?

—Sí. Es bonito. Alegre.

—Cierto, pero si solo toco acordes mayores, ¿qué pasa?

Jota interpretó varios acordes mayores seguidos, y Ulises abrió los ojos con disgusto.

—Así no me gusta.

—Suena feo, ¿verdad? Es como si no cambiáramos de estación en todo el año y siempre estuviéramos pasando calor. O como si todos los días tuviéramos que comer el mismo menú.

—Sí… no mola.

—Pues con la música pasa igual. La melodía ya ha sonado alegre y ahora nos pide un cambio.

Con un halo de misterio, la mujer tocó un Mi menor.

—Este está mejor.

—¿Verdad que sí?

—¿Cuál es?

—Es un acorde menor. Tiene esa tristeza que engancha… —agregó Jota mientras repetía el acorde—. Te lo imaginas, ¿no? Es como cuando llega el otoño. Sopla el viento, caen las hojas…

En los recuerdos de Uli, el niño se vio a sí mismo dormido en el regazo de su abuelo. La imagen lucía en apagados tonos violáceos.

—Bueno, ahora ¡sigamos avanzando! Nuestra melodía ya tiene un puntito de alegría, otro de tristeza y ahora, ¿a dónde vamos?

—No sé… —respondió el niño, encogiéndose de hombros.

—Mmm, vale, si ya hemos recorrido la primavera, el verano y el otoño… vamos a probar con este, por ejemplo. Uno más blues.

—¿Como el invierno?

—Sí, pero con mucho fuego dentro.

—¿Qué dices? No se puede tener calor y frío a la vez.

—En la música, ¡sí! Una canción puede llevarnos a un montón de ideas opuestas. Llorar y reír, saltar cuando estamos cansados, hasta endulza la memoria de un amor perdido… ¡Es pura magia!

A Jota le brillaban las pupilas, se la veía radiante.

—Me estoy perdiendo un poco —titubeó el pequeño, con cara de no entender nada.

—Uy, perdona. Hacía tiempo que no hablaba así con nadie, ¿sabes? Bueno, que me lío, vamos con el acorde blues, a ver si notas el frío y el calor que hemos dicho.

Jota interpretó el acorde La 7, adornándolo con un mordente. Entonces, la memoria de Ulises lo arrastró a una discusión con su abuelo. En ella, el pequeño estaba completamente fuera de sí y el anciano lo miraba sin decir nada, con una intensa expresión de pena. La imagen estaba tintada por un candente rojo eléctrico.

—Jota, ese no lo toques más… —sollozó Uli, con el corazón hecho un nudo.

—¡Espeeeera! Vamos a ver cómo suenan todos juntos.

El chiquillo no estaba convencido, aunque asintió. Jota se crujió las manos, también el cuello, y volvió a tocar el acorde Sol mayor acompañado, en esta ocasión, de un ritmo con la mano derecha. El pequeño cerró los ojos y se dejó llevar por el compás. En su mente, los recuerdos se entremezclaron. Algunos eran bellos, otros tristes, incluso amargos… Y, sin embargo, en los labios del niño todos sabían a esperanza. Así fue cómo Ulises sintió el abrazo de la música por primera vez en su vida.

—La vida es como las estaciones —susurró Jota, sin dejar de tocar—. Es como una canción. Tiene estrofas, estribillos, un solo de guitarra… Y para que la melodía suene perfecta, hay que pasar por todos los acordes. Sin miedo.

Hipnotizado por la mezcla de sensaciones que emanaban del instrumento, Ulises acercó su mano al cuerpo de la guitarra. Jota dejó de tocar y le ofreció su púa al niño, que comenzó a rasgar las cuerdas torpemente, mientras ella cambiaba de acorde con su mano izquierda. Primero el acorde mayor, luego el menor, luego el blues… y vuelta a empezar. Resultaban un extraño, aunque tierno dúo.

—A mi abuelo le gusta mucho cantar —musitó el niño.

—¿Sí? ¿Y qué tal lo hace? —preguntó Jota, en voz baja.

—No se le da muy bien… pero bueno, me ayuda con las mates, vamos a un montón de sitios…

En ese momento, sonó el acorde blues, y la relajada expresión de Uli cambió a una mueca sombría.

—Si se marcha, no se lo perdonaré jamás.

Jota paró de tocar bruscamente y asustó a Uli.

—Oye, ¿por qué dices eso?

—Porque es la verdad.

La mujer dejó la guitarra a un lado y continuó.

—Pero ¿cómo eres tan egoísta, tío?

—¡No lo soy!

—Ah, ¿no?

—¡NO!

La conversación iba subiendo de tono por ambas partes, y Jota se puso de pie.

—O sea, que no eres egoísta —sentenció exasperada, levantando la mano para enumerar—. Vamos a ver: te cuelas en mi bar un domingo a las siete de la mañana, que a saber tus padres lo preocupados que estarán; me pides que te arregle el reloj, te bebes un… ¡un gin-tonic! y te enfadas con tu abuelo porque está enfermo… ¿Qué somos, tus esclavos?

Ofendido y rabioso, Uli se levantó, dispuesto a contestarle. Sin embargo, notó una punzada en el vientre y las palabras se le atragantaron, por lo que decidió salir corriendo hacia la barra. Una vez allí, rompió a llorar enterrando la cara entre sus brazos.

—Todo es por mi culpa —lagrimeaba.

Jota se acercó y cogió el reloj, que continuaba sobre el mostrador de mármol.

—No es eso.

—Por favor… Que no se vaya…

Jota echó su aliento sobre la esfera, disponiéndose a calentar los aceites del mecanismo.

—¿Lleva mucho en el hospital?

—No… se puso mal esta mañana y se lo llevaron corriendo.

—¿A las seis y cinco? —dijo ella observando la hora marcada en el reloj.

—Sí…

Desesperado, Ulises levantó la cabeza.

—Ayúdame, por favor, Jota, por favor…

La mujer seguía apretando el reloj entre sus manos, transmitiéndole todo su calor.

—Tranquilo. Estoy en ello… Antes me has preguntado por la cicatriz, ¿verdad? ¿Quieres que te cuente lo que me pasó?

El niño asintió, mientras sorbía por la nariz.

—Entonces, acompáñame.

5: FORTUNAS Y DESDICHAS

Ambos se dirigieron hacia la cabina del pinchadiscos, que, al igual que el resto del Poseidón Rock Bar, estaba forrada con fotografías y pósteres viejos.

—Bienvenido al baúl de mis recuerdos —suspiró Jota, con el reloj todavía entre sus manos.

En los carteles, Uli distinguió a una joven de veinte años, tocando la guitarra en un escenario abarrotado. Llevaba un Omega Speedmaster en la muñeca.

—Esa… ¿eres tú? —preguntó, congestionado.

—Así es.

Uli observó el improvisado santuario de Jota. En algunas instantáneas se la veía sonriente, en otras daba saltos con la melena al viento, gritaba… Su actitud expansiva era diametralmente opuesta a la de la mujer que había conocido esa mañana.

—Hace años, estaba arriba, con los mejores. De hecho, volé tan alto que hasta dejé de escuchar a la gente que me rodeaba. Me importaba todo muy poco, y pensé como tú: «paso de escuchar mi canción. ¡Que les den a los acordes!».

Conmovido por la historia, y por el sincero tono con el que Jota se la estaba compartiendo, Uli dejó de llorar.

—Perdí el ritmo… bien perdido. ¿Sabes? Tanto fue así, que un día me miré al espejo y me pasaron dos cosas: lo primero es que no me reconocí en el reflejo. Lo segundo, que tampoco me gustó lo que vi. Transmitía tanta prepotencia y estupidez que perdí el control. Le di tal puñetazo al espejo que, como ves, rompí algo más que los cristales.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Ulises.

—Quince años después, sigue doliendo.

—Lo siento, Jota.

Dentro del reloj, parecía que los aceites ya se habían derretido y su mecanismo podía funcionar de nuevo, así que Jota comenzó a darle cuerda.

—Pero, Uli, de toda esta experiencia, aprendí una cosa. Cuando perdemos el ritmo, solo hay que esperar a que empiece un nuevo compás. Aunque sea el de un blues.

En su mano, la mujer notó el tictac del reloj y se alegró. Entonces, lo puso en hora, lo depositó en las manos del niño y las acercó a su pecho.

—¿Estás preparado para bailar a su ritmo?

Convencido, Ulises miró a Jota por última vez, y no pudo evitar darle un intenso abrazo. Después, salió corriendo en dirección al hospital. Allí, el corazón de su abuelo ya se había apagado. Su rostro ofrecía una expresión tranquila. Su boca, una sonrisa. Y es que su mujer, que lo había acompañado hasta el último aliento, no dejó de cantarle una rumbita linda, pero llena de melancolía:

Yo sé de un sendero que llega hasta el cielo, llévame a mirar

a la luna luna que, en tus dos luceros, se reflejará.

Dos ramitas verdes entre nuestros dedos, suena tu cantar.

Y, descalzadita, bailaré contigo una soleá.

Quédate a mi lado, que no tiemble tu voz.

Borra de tus labios…

la palabra adiós.

Adiós…

En la calle, Uli seguía corriendo, armándose de fuerzas para afrontar lo que pudiera encontrarse al llegar. Ya no se sentía solo. Sabía que, pasara lo que pasara, siempre podría contar con la música y con la generosidad de la gente.

En cuanto a Jota, ella salió del bar, cerró la persiana y decidió que su guitarra, esa vieja compañera de fortunas y desdichas, jamás volvería a dormir sola en el Poseidón Rock Bar.

¡FIN!

Ilustración del cuento «El blues de Ulises».
Audiodescripción de las ilustraciones del cuento

Pista: un cubata vacío con una rodaja de naranja en el fondo. El borde tiene la marca de un pintalabios y, apoyado en el cristal del vaso, descansa un reloj de bolsillo antiguo. Marca las seis y cinco y está resquebrajado por la parte derecha de la esfera.

Ilustración: Jota y Ulises están sentados, una al lado del otro, en sendos taburetes delante de la barra del Poseidón Rock Bar. Ella tiene los ojos cerrados. En su brazo derecho, un tatuaje rodea su bíceps a modo de gruesa pulsera. Por encima de la muñeca, la mujer tiene otro tatuaje. Ornamentado con una especie de enredaderas que le llegan hasta el codo, parece un brazalete.

Una guitarra acústica descansa en el regazo de la mujer. Con su mano izquierda, Jota está colocando los dedos para interpretar un acorde que empieza en la tercera cejilla.

A su izquierda, el niño la mira con expresión triste y los labios apretados. Lleva un polo y pantalón vaquero largo. El reloj de su abuelo descansa apoyado entre su pequeña mano derecha y el asiento del taburete. Detrás de ellos, la barra del bar está sucia, con platos y copas rodeadas de pequeños charcos de bebida. Colgado en la pared, el gigantesco logo del Poseidón Rock Bar preside el fondo de la imagen.

Antes de terminar, recuerda que el estilo visual de las pistas y las ilustraciones está descrito en este enlace.

Autor y © del proyecto y los textos: Miguel Ángel Font Bisier